Una vez escuché a Candela escribir un poema en voz alta mientras buscábamos un quiosco para comprar panchos por Palermo. Era todo éxtasis: cruzar las esquinas, saltar las zanjas, correr por Avenida Santa Fe, acariciar perros vagabundos. Cuando llegamos al monoambiente de Soler se perdió en la computadora y transcribió cada una de las palabras que había dicho. Las repetía en voz alta. Cada detalle del viaje estaba transcrito en su lengua, una lengua irreversible, que yo no podía dejar de leer. No sé dónde quedó ese poema. Escucharla fue leerla y ahora leerla es escucharla.
Amor envenenado está escrito en ese mismo idioma enrarecido, casi monstruoso, donde los mensajes sirven como excusa para contar lo que no está presente, lo que quedó en la playa de Pinamar, en el terciario para convertirse en maestra, lo que irradia por encima de la realidad.
Denis Fernández